"En el
nombre de Dios Todopoderoso, nosotros, los representantes de las provincias Unidas
de Caracas, Cumaná, Barinas, Margarita, Barcelona, Mérida y Trujillo, que
forman la Confederación Americana de Venezuela en el continente
meridional, reunidos en Congreso, y considerando la plena y absoluta posesión
de nuestros derechos, que recobramos justa y legítimamente desde el 19 de Abril
de 1810, es consecuencia de la jornada de Bayona y la ocupación del trono sin
nuestro consentimiento, queremos, antes de usar de los derechos de que nos tuvo
privados las fuerzas, por más de tres siglos, y nos ha restituido el orden político
de los acontecimientos humanos, patentizar al universo las razones que han emanado
de estos mismos acontecimientos y autorizan el libre uso que vamos a hacer de
nuestra soberanía. No queremos, sin embargo, empezar alegando los derechos que
tiene todo país conquistado, para recuperar su estado de propiedad e
independencia; olvidamos generosamente la larga serie de males, agravios y
privaciones que el derecho funesto de conquista ha causado indistintamente a todos
los descendientes de los descubridores, conquistadores y pobladores de estos
países, hechos de peor condición, por la misma razón que debía favorecerlos; y
corriendo un velo sobre los trescientos años de dominación española en América,
sólo presentaremos los hechos auténticos y notorios que han debido desprender y
han desprendido de derecho a un mundo de otro, en el trastorno, desorden y
conquista que tiene ya disuelta la nación española. Este desorden ha aumentado
los males de la América, inutilizándole los recursos y reclamaciones, y
autorizando la impunidad de los gobernantes de España para insultar y oprimir
esta parte de la nación, dejándola sin el amparo y garantía de las leyes. Es
contrario al orden, imposible al gobierno de España, y funesto a la América, el
que, teniendo esta un territorio infinitamente más extenso, y una población
incomparablemente más numerosa, dependa y esté sujeta a un ángulo peninsular
del continente europeo. Las sesiones y abdicaciones de Bayona, las jornadas del
Escorial y de Aranjuez, y las órdenes del lugarteniente duque de Berg, a la
América, debieron poner en uso de los derechos que hasta entonces habían
sacrificado los americanos a la unidad e integridad de la nación española.
Venezuela, antes que nadie, reconoció y conservó generosamente esta integridad
para no abandonar la causa de sus hermanos, mientras tuvo la menor apariencia
de salvación. América volvió a existir de nuevo, desde que pudo y debió tomar a
cargo su suerte y conservación; como España pudo conocer, o no, los derechos de
un rey que había apreciado más su existencia que la dignidad de la nación que
gobernaba. Cuantos Borbones concurrieron a las inválidas estipulaciones de
Bayona, abandonando el territorio español, contra la voluntad de los pueblos,
faltaron, despreciaron y hollaron el deber sagrado que contrajeron con los
españoles de ambos mundos, cuando, con su sangre y sus tesoros, los colocaron
en el trono a despechos de la Casa de Austria; por esta conducta quedaron
inhábiles e incapaces de gobernar a un pueblo libre, a quien entregaron como un
rebaño de esclavos. Los intrusos gobiernos que se abrogaron la representación
nacional aprovecharon pérfidamente las disposiciones que la buena fe, la
distancia, la opresión y la ignorancia daban a los americanos contra la nueva
dinastía que se introdujo en España por la fuerza; y contra sus mismos
principios, sostuvieron entre nosotros la ilusión a favor de Fernando, para
devorarnos y vejarnos impunemente cuando más nos prometía la libertad, la
igualdad y la fraternidad, en discursos pomposos y frases estudiadas, para
encubrir el lazo de una representación amañada, inútil y degradante. Luego que
se disolvieron, sustituyeron y destruyeron entre sí las varias formas de
gobierno de España, y que la ley imperiosa de la necesidad dictó a Venezuela el
conservarse a sí misma para ventilar y conservar los derechos de su rey y
ofrecer un asilo a sus hermanos de Europa contra los males que les amenazaban,
se desconoció toda su anterior conducta, se variaron los principios, y se llamó
insurrección, perfidia e ingratitud, a lo mismo que sirvió de norma a los
gobiernos de España, porque ya se les cerraba la puerta al monopolio de
administración que querían perpetuar a nombre de un rey imaginario. A pesar de
nuestras propuestas, de nuestra moderación, de nuestra generosidad, y de la
inviolabilidad de nuestros principios, contra la voluntad de nuestros hermanos
de Europa, se nos declara un estado de rebelión, se nos bloquea, se nos
hostiliza, se nos envían agentes a amotinarnos unos contra otros, y se procura
desacreditarnos entre las naciones de Europa implorando su auxilio para
oprimirnos. Sin hacer el menor aprecio de nuestras razones, sin presentarlas al
imparcial juicio del mundo, y sin otros jueces que nuestros enemigos, se nos
condena a una dolorosa incomunicación con nuestros hermanos; y para añadir el
desprecio a la calumnia se nos nombra apoderados, contra nuestra expresa
voluntad, para que en sus Cortes dispongan arbitrariamente de nuestro intereses
bajo el influjo y la fuerza de nuestros enemigos. Para sofocar y anonadar los
efectos de nuestra representación, cuando se vieron obligados a concedérnosla,
nos sometieron a una tarifa mezquina y diminuta y sujetaron a la voz pasiva de
los ayuntamientos, degradados por el despotismo de los gobernadores, la forma
de la elección; lo que era un insulto a nuestra sencillez y buena fe, más bien
que una consideración a nuestra incontestable importancia política. Sordos
siempre a los gritos de nuestra justicia, han procurado los gobiernos de España
desacreditar todos nuestros esfuerzos declarando criminales y sellando con la
infamia, el cadalso y la confiscación, todas las tentativas que, en diversas
épocas, han hechos algunos americanos para la felicidad de su país, como fue la
que últimamente nos dictó la propia seguridad, para no ser envueltos en el
desorden que presentíamos, y conducidos a la horrorosa suerte que vamos ya a
apartar de nosotros para siempre; con esta atroz política, han logrado hacer a
nuestros hermanos insensibles a nuestras desgracias, armarlos contra nosotros,
borrar de ellos las dulces impresiones de la amistad y de la consanguinidad, y
convertir en enemigos una parte de nuestra gran familia. Cuando nosotros,
fieles a nuestras promesas, sacrificábamos nuestra seguridad y dignidad civil
por no abandonar los derechos que generosamente conservamos a Fernando de
Borbón, hemos vistos que a las relaciones de las fuerzas que le ligaban con el
Emperador de los franceses ha añadido los vínculos de sangre y amistad, por lo
que hasta los gobiernos de España han declarado ya su resolución de no
reconocerle sino condicionalmente. En esta dolorosa alternativa hemos
permanecido tres años en una indecisión y ambigüedad política, tan funesta y
peligrosa, que ella sola bastaría a autorizar la resolución que la fe nuestras
promesas y de los vínculos de la fraternidad nos habían hecho diferir; hasta
que la necesidad nos ha obligado a ir más allá de los que nos propusimos,
impelidos por la conducta hostil y desnaturalizada de los gobiernos de España,
que nos ha relevado del juramento condicional con que hemos sido llamados a la
augusta representación que ejercemos. Mas nosotros, que nos gloriamos de fundar
nuestro proceder en mejores principios, y que no queremos establecer nuestra
felicidad sobre la desgracia de nuestros semejantes, miramos y declaramos como
amigos nuestros, compañeros de nuestra suerte, y partícipes de nuestra
felicidad, a los que, unidos con nosotros por los vínculos de la sangre, la
lengua y la religión, han sufrido los mismos males en el anterior orden; siempre
que, reconociendo nuestra absoluta independencia de él y de otra dominación
extraña, nos ayuden a sostenerla con su vida, su fortuna y su opinión,
declarándolos y reconociéndolos (como a todas las demás naciones) en guerra
enemigos, y en paz amigos, hermanos y compatriotas. En atención a todas estas
sólidas, públicas e incontestables razones de política, que tanto persuaden la
necesidad de recobrar la dignidad natural, que el orden de los sucesos nos han
restituido, en uso de los imprescriptibles derechos que tienen los pueblos para
destruir todo pacto, convenio o asociación que no llenan los fines para que
fueron instituidos los gobiernos, creemos que no podemos ni debemos conservar
los lazos que nos ligaban al gobierno de España, y que, como todos los pueblos
del mundo, estamos libres y autorizados para no depender de otra autoridad que
la nuestra, y tomar entre las potencias de la tierra, el puesto igual que el
Ser Supremo y la naturaleza nos asignan y a que nos llama la sucesión de los
acontecimientos humanos y nuestro propio bien y utilidad. Sin embargo de que
conocemos las dificultades que trae consigo y las obligaciones que nos impone
el rango que vamos a ocupar en el orden político del mundo, y la influencia
poderosa de las formas y actitudes a que hemos estado, a nuestro pesar,
acostumbrados, también conocemos que la vergonzosa sumisión a ellas, cuando
podemos sacudirlas, sería más ignominiosa para nosotros, y más funesta para
nuestra posterioridad, que nuestra larga y penosa servidumbre, y que es ya de
nuestro indispensable deber proveer a nuestra conservación, seguridad y
felicidad, variando esencialmente todas las formas de nuestra anterior
constitución. Por tanto, creyendo con todas estas razones satisfecho el respeto
que debemos tener a las opiniones del género humano y a la dignidad de los
demás naciones, en cuyo número vamos entrar, y con cuya comunicación y amistad
contamos, nosotros, los representantes de las Provincias Unidas de Venezuela,
poniendo por testigo al Ser Supremo de la justicia de nuestro proceder y de la
rectitud de nuestras intenciones, imploramos sus divinos y celestiales
auxilios, y ratificándole, en el momento en que nacemos a la dignidad, que su
providencia nos restituye el deseo de vivir y morir libres, creyendo y
defendiendo la santa, católica y apostólica religión de Jesucristo. Nosotros,
pues, a nombre y con la voluntad y la autoridad que tenemos del virtuoso pueblo
de Venezuela, declaramos solemnemente al mundo que sus Provincias Unidas son, y
deben ser desde hoy, de hecho y de derecho, Estados libres, soberanos e
independientes y que están absueltos de toda sumisión y dependencia de la
Corona de España o de los que se dicen o dijeren sus apoderados o
representantes, y que como tal Estado libre e independiente tiene un pleno
poder para darse la forma de gobierno que sea conforme a la voluntad general de
sus pueblos, declarar la guerra, hacer la paz, formar alianzas, arreglar
tratados de comercio, límites y navegación, hacer y ejecutar todos los demás
actos que hacen y ejecutan las naciones libres e independientes. Y para hacer
válida, firme y subsistente unas provincias a otras, nuestras vidas, nuestras
fortunas y el sagrado de nuestro honor nacional. Dada en el Palacio Federal y
de Caracas, firmada de nuestra mano, sellada con el gran sello provisional de
la Confederación, refrendada por el Secretario del Congreso, a cinco días del
mes de julio del año de mil ochocientos once, el primero de nuestra
independencia.
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